5. El traje nuevo del emperador
De Hans Christian Andersen
Había una vez un emperador al que le encantaban los trajes. Destinaba toda su fortuna a comprar y comprar trajes de todo tipo de telas y colores. Tanto que a veces llegaba a desatender a su reino, pero no lo podía evitar, le encantaba verse vestido con un traje nuevo y vistoso a todas horas.
Un día llegaron al reino unos impostores que se hacían pasar por tejedores y se presentaron delante del emperador diciendo que eran capaces de tejer la tela más extraordinaria del mundo.
-¿La tela más extraordinaria del mundo? ¿Y qué tiene esa tela de especial?
-Así es majestad. Es especial porque se vuelve invisible a ojos de los necios y de quienes no merecen su cargo.
-Interesante. Entonces… ¡hacedme un traje con esa tela, rápido! Os pagaré lo que me pidáis.
Así que los tejedores se pusieron manos a la obra.
Pasado un tiempo el emperador tenía curiosidad por saber cómo iba su traje pero tenía miedo de ir y no ser capaz de verlo, por lo que prefirió mandar a uno de sus ministros.
Cuando el hombre llegó al telar se dio cuenta de que no había nada y que los tejedores eran en realidad unos farsantes pero le dio tanto miedo decirlo y que todo el reino pensara que era estúpido o que no merecía su cargo, que permaneció callado y fingió ver la tela.
-¡Qué tela más maravillosa! ¡Que colores! ¡Y qué bordados! Iré corriendo a contarle al emperador que su traje marcha estupendamente.
Los tejedores siguieron trabajando en el telar vacío y pidieron al emperador más oro para continuar. El emperador se lo dio sin reparos y al cabo de unos días mandó a otro de sus hombres a comprobar cómo iba el trabajo.
Cuando llegó le ocurrió como al primero, que no vio nada, pero pensó que si lo decía todo el mundo se reiría de él y el emperador lo destituiría de su cargo por no merecerlo así que elogió la tela.
-¡Deslumbrante! ¡Un trabajo único!
Tras recibir las noticias de su segundo enviado, el emperador no pudo esperar más y decidió ir con su séquito a comprobar el trabajo de los tejedores. Pero al llegar, se dio cuenta de que no veía nada por ningún lado y antes de que alguien se diera cuenta de que no lo veía, se apresuró a decir:
-¡Magnífico! ¡Soberbio! ¡Digno de un emperador como yo!
Su séquito comenzó a aplaudir y comentar lo extraordinario de la tela. Tanto, que aconsejaron al emperador que estrenara un traje con aquella tela en el próximo desfile. El emperador estuvo de acuerdo y pasados unos días tuvo ante sí a los tejedores con el supuesto traje en sus manos.
Comenzaron a vestirlo y como si se tratara de un traje de verdad, iban poniéndole cada una de las partes que lo componían.
-Aquí tiene las calzas… tenga cuidado con la casaca… permítame que le ayude con el manto…
El emperador se miraba ante el espejo y fingía contemplar cada una de las partes de su traje, pero en realidad, seguía sin ver nada.
Cuando estuvo vestido, salió a la calle y comenzó el desfile y todo el mundo lo contemplaba aclamando la grandiosidad de su traje.
-¡Qué traje tan magnífico!
-¡Qué bordados tan exquisitos!
Hasta que en medio de los elogios se oyó a un niño que dijo:
-¡Pero si está desnudo!
Y todo el pueblo comenzó a gritar lo mismo pero aunque el emperador estaba seguro de que tenían razón, continuó su desfile orgulloso.
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