18. Blancanieves y los siete enanitos
Había una vez una niña muy bella, con una piel blanca como la nieve, unos labios rojos como la sangre y cabellos negros como el azabache. Se llamaba Blancanieves.
Conforme crecía la princesa, su belleza aumentaba día tras día hasta que su madrastra, la reina, se puso muy pero que muy celosa. Incluso hubo un día en que la malvada madrastra no aguantaba más su presencia y pidió a un cazador que la llevara al bosque para matarla. Como era tan joven y bella, el cazador se apiadó de la niña y le aconsejó que buscara un escondite en el bosque.
Blancanieves corrió tan lejos como pudo, tropezando con rocas y troncos de árboles. Por fin, cuando estaba oscureciendo, encontró una casita y entró para descansar.
En aquella casa todo era pequeño pero muy bonito y muy limpio. Cerca de la chimenea estaba puesta una mesita con siete platos muy pequeñitos, siete tacitas de arcilla y al otro lado de la habitación se alineaban siete camitas muy ordenadas. La princesa, agotada por su largo viaje, se echó sobre tres de las camitas, y se quedó profundamente dormida.
Cuando llegó la noche, los dueños de la casita regresaron. Eran siete enanitos, que todos los días salían para trabajar en las minas de oro, muy lejanas, en el corazón de las montañas.
—¡Uy, qué niña tan bella! —exclamaron sorprendidos—. ¿Y cómo ha llegado hasta aquí?
Los enanitos se acercaron para admirarla cuidando de no despertarla. Por la mañana, Blancanieves sintió miedo cuando despertó y vio a los siete enanitos que la rodeaban. La interrogaron tan suavemente que la niña se tranquilizó y les contó su triste historia.
—Si quieres cocinar, coser y lavar para nosotros —dijeron los enanitos—, puedes quedarte aquí y te cuidaremos siempre.
Blancanieves aceptó muy contenta. Vivía muy alegre con los enanitos, preparándoles la comida y cuidando de la casita. Todas las mañanas se paraba en la puerta y los despedía con la mano cuando los enanitos salían para su trabajo.
Pero ellos le advirtieron:
—Lleva mucho cuidado… Tu madrastra puede averiguar que vives aquí e intentar hacerte daño.
La madrastra, que era una bruja y consultaba a su espejo mágico para ver si existía alguien más bella que ella, descubrió que Blancanieves vivía en casa de los siete enanitos. Se puso muy furiosa y decidió matarla ella misma.
Así que se disfrazó de vieja, la malvada reina preparó una manzana con veneno, cruzó las montañas y llegó a casa de los enanitos.
Blancanieves, que estaba muy solita durante el día, pensó que aquella viejecita no podría ser peligrosa. La invitó a entrar y aceptó agradecida la manzana, al parecer deliciosa, que la bruja le ofreció. Pero, con el primer mordisco que dio a la fruta, Blancanieves cayó al suelo inconsciente.
Aquella noche, cuando los siete enanitos llegaron a la casita, encontraron a Blancanieves en el suelo. No respiraba ni se movía. Los enanitos lloraron tristemente porque la querían muchísimo.
Durante tres días velaron su cuerpo, que seguía conservando su belleza (piel blanca como la nieve, labios rojos como la sangre y cabellos negros como el azabache).
—No podemos poner su cuerpo bajo tierra —dijeron los enanitos. Hicieron un ataúd de cristal, y colocándola allí, la llevaron a la cima de una montaña. Todos los días los enanitos iban a velarla.
Un buen día, el príncipe, que paseaba en su gran caballo blanco, vio a la bella niña en su caja de cristal y escuchó la historia contada por los enanitos. Se enamoró de Blancanieves y logró que los enanitos le permitieran llevar el cuerpo al palacio donde prometió adorarla siempre. Pero cuando movió la caja de cristal tropezó y el pedazo de manzana que había comido Blancanieves se desprendió de su garganta.
Ella despertó de su largo sueño y se sentó. Los enanitos se pusieron muy contentos mientras Blancanieves aceptaba ir al palacio y casarse con el príncipe.
Y colorín colorado, este cuento se ha podcastizado.
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